Hubo una vez un Titán y sus mil súbditos,
y un reino de nieve, y un fuerte huracán.
El Titán era sorprendente. Hacía
tambalearse el mundo a cada paso. Su suave piel plateada parecía una ajustada
armadura que revestía por completo su cuerpo, una sucesión de reflectantes
planchas de plata unidas con una espuma blanca y compacta, suave y consistente.
Y cuando el sol brillaba a sus espaldas, se dibujaban irisaciones, pequeños y
deformes arcoíris en sus hombros y sus piernas metálicas.
La piel del Titán también era fría. Muy
fría. Casi tanto como el eterno desierto de hielo en el que vivía. Cuentan que
su aliento era capaz de congelar mares enteros, para colocar sobre ellos sus
inmensos pies y resquebrajarlos como el cristal. También dicen que podía
producir verdaderas tormentas cuando agitaba sus brazos, y cuando soplaba podía
levantar montañas como si fueran hojas mecidas al viento.
No obstante, se sabe muy poco de sus
ojos. El Titán era tan alto que pocos han podido verlos y vivir para contarlo.
Se dice que eran azules, muy azules, como el hielo. Y sus pupilas, profundas
como el abismo, como los rincones más profundos del océano. Unos ojos incisivos
y escalofriantes que no todos podían soportar mirar.
En cuanto a sus mil súbditos, de ellos no
se sabe prácticamente nada. Todo el mundo entiende que sirven a su Titán, lo
defienden contra otros enemigos, lo alimentan, le construyen sus viviendas y se
queman entre ellos para calentarlo y protegerlo del frío, no sin antes dejar
una nueva generación de mil súbditos.
No obstante, no se sabe gran cosa acerca
de su aspecto, pues rara vez han sido vistos, ya que el Titán proyecta una
sombra muy larga que los oculta y los ciega, sumiéndolos en una oscuridad
perpetua y una servidumbre eterna.
Cuenta la leyenda que en cierta ocasión,
uno de ellos abandonó la sombra y vio el mundo por primera vez, y dicen que
quedó maravillado con su descubrimiento después de tantos años sumido en el cerrazón.
El Titán, temiendo que los demás pudieran
seguir su ejemplo y se rebelaran contra él, lo aplastó con su inmenso pie.
Pero de ahí en adelante, las cosas no
marcharon bien para el gigante, pues los demás súbditos empezaron a notar la
ausencia de uno de ellos y por las noches, mientras su amo dormía plácidamente,
cuchicheaban entre sí hasta que circularon cientos de rumores diferentes sobre
un supuesto súbdito desaparecido. Historias discurrieron de unos oídos a otros
a una velocidad vertiginosa hasta que quedaron reducidas a leyendas. Leyendas
que cautivaron, no obstante, a una gran parte de la nueva generación… hasta que
una noche, uno de ellos proclamó: «¿y si pudiéramos abandonar la sombra, tal y
como hizo él?» La mitad se rió de él por sus sueños infantiles, pero la otra
mitad, cambió ligeramente las tornas del destino. De modo que de los mil nuevos
súbditos del Titán, un grupo considerablemente amplio logró escabullirse en una
tarde de tormenta. Se unieron en un solo bloque, un solo grupo, y se
dispusieron a abandonar lo que hasta entonces habían sido los límites de la
existencia. Y descubrieron el mundo. Para ellos fue un duro golpe: nunca habían
visto nada más allá de la sombra, así que tardaron en asimilar aquel repentino
hallazgo.
El Titán, iracundo, los persiguió y trató
de pisotearlos obstinadamente, pero los rebeldes eran tan diminutos comparados
con él que no alcanzaba a verlos, y para variar, se hallaban cada vez más
dispersos explorando la nueva realidad.
Así que más airado que nunca, rugió. Y su
rugido rasgó el mundo como un descomunal trueno que levantó el huracán más
feroz que se haya visto nunca, y que destrozó miles de montañas, provocó
cruentas tormentas de nieve y los peores terremotos que hayan acechado nunca.
No obstante, las cosas no salieron como
esperaba: entre tanto viento, una fuerte ráfaga de nieve cubrió el cielo.
Durante unos instantes, la oscuridad engulló el mundo y los quinientos súbditos
que el Titán aún conservaba perdieron de vista la sombra, y cuando la nieve
descendió, la fría luz solar les golpeó en el rostro, sus corazones se
aceleraron y sus estómagos, se contrajeron de ira, pánico y júbilo. Y no
dudaron en unirse a los rebeldes.
Su amo los persiguió y persiguió durante
días, pero a medida que transcurría el tiempo, se moría de hambre y de frío, ya
que no tenía súbditos que lo alimentaran, ni que lo abrigaran, ni que lo
protegieran.
Cuentan que con los años, el Titán terminó
por fallecer y su cadáver quedó enterrado en la nieve. En cuanto a los
súbditos, ahora libres, se dice que formaron una pequeña aldea. Desde entonces
carecen de líder y viven en paz, respetándose entre ellos.
También narran que desde entonces, veneran
a un héroe anónimo, el primero de ellos que se atrevió a abandonar la sombra y
aventurarse en el exterior.
Fuera quien fuese, cambió su pequeño mundo.
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